sábado, 13 de enero de 2007

Increíble pero ¡funciona!

— Ah, ¡qué tiempos aquellos! ¡Ni te imaginás todo lo que teníamos que hacer con tu abuela para parar la olla!

Cuando yo me recibí, mi padre no demostró alegrarse mucho, a pesar de que no le había perdido ningún año y que tenía calificaciones bastante buenas. Mi madre sin embargo me regaló un traje, camisa, corbata, zapatos, medias. Todo de primera. Mi padre, ante tanta algarabía de mi madre, la miró a ella, me miró a mí y me dijo: — ¿Cuándo empezás a colaborar con los gastos de la casa?

Era bravo el viejo, pero buen tipo; tengo que reconocerlo. Una promesa de él era como un contrato firmado ante escribano. Era tolerante pero eso sí, te decía con las palabras justas cómo se había dado cuenta de que te querías pasar de vivo. Nunca se hacía el distraído para lavarse las manos.

Así fue como empecé a trabajar en la administración de una fábrica que pedía personal por los avisos económicos de El Día, un diario que hace años que cerró.

Yo quería trabajar como psicólogo pero el viejo me cortó en seco. Su apoyo económico se había terminado exactamente cuando él me había anunciado que se terminaría: el día que me recibiera.

Pasó el tiempo y con tu abuela queríamos casarnos. El sueldo de la fábrica era bastante bajo y yo que quería atender pacientes. ¡No te imaginás la frustración que tenía! Nada parecía salirme bien. El dueño —otro veterano tan severo como mi padre— sabiendo que me quería casar, me autorizó a que hiciera dos horas extras todos los días y así pude ganar un poquito más, pero trabajaba duro diez horas de lunes a viernes y cuatro horas los sábados. La siesta que me dormía el sábado de tarde era imprescindible para poder salir a pasear con tu abuela.

Un día ella me dijo que un pariente andaba con problemas y si yo no podría atenderlo, porque alguna vez que nos habíamos cruzado con él, quedó muy bien impresionado por mi forma de escucharlo. Le dije que únicamente podría verlo un sábado de tarde quitándole una horita a mi siesta.

Sabés que a partir de esa «primera vez», empezaron a surgir interesados en consultarme y yo a pedirle al dueño de la fábrica que me achicara el horario reduciendo el salario porque te juro que lo que más quería era casarme con tu abuela y trabajar como psicólogo. A los pacientes los tomaba solamente si veía que eran como para mí y siempre que pudieran pagarme el importe que dejaría de recibir de la fábrica.

Así fueron pasando los años, —en aquella época todo se lograba de a poco—, nos casamos con tu abuela, después vino tu tío, después tuvimos a tu mamá, y llegó un momento en que con tu abuela nos animamos a que dejara la fábrica porque a esa altura ya estaba trabajando medio horario de lunes a viernes. Estuve un año más yéndole los sábados de tarde mientras el dueño capacitaba a la persona que tomó para ocupar la vacante que yo le provoqué.

Tuve mucha suerte porque mi nombre se fue conociendo y llegué a tener una pequeña lista de espera gracias a la cual se volvió legítimo que aumentara mis honorarios porque con tu abuela queríamos que los chiquilines estudiaran en el José Pedro Varela, lo cual fue una gran inversión porque hoy veo que los dos están bien ubicados. Además quisimos mudarnos del Prado para Malvín que era el barrio donde ella se crió y a mí me daba lo mismo, pero a la casa esta que nos compramos ¡no te imaginás cuánto la quiero!

— Está bien abuelo, pero yo te preguntaba qué me aconsejás a mí que estoy recién recibida de psicóloga.

— ……… Amá.

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reflex1@adinet.com.uy

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